La casa del placer: Claudia

Muchas gracias a Rhiannon por recuperar esta entrada ;)

Había llegado al domus de paredes blancas y columnas rojas a una hora muy tardía y sin escolta. Era lo que debía hacer si deseaba entrar en "La casa del placer", tal como había denominado una de sus íntimas amigas. Aurelia, su amiga, le había explicado que en realidad esa casa estaba bajo las órdenes de una hermosa mujer llamada Lucrecia Aria, una noble hija de senadores y que su esposo, Marco Cicerón era en realidad uno de sus esclavos. Los detalles no importaban a Claudia, la esposa del cónsul Petronio; ella buscaba discreción.

Un hombre esculpido en carne la atendió en el atrio y Claudia tuvo que hacer un esfuerzo por no quedarse más tiempo del debido estudiando su perfecto cuerpo. Había visto fornidos gladiadores en los juegos de Primavera en honor al César y este se parecía mucho a uno de esos brutales guerreros.

- Venus ha venido a yacer con Marte - susurró la contraseña que su amiga le había enseñado. - M-me llam-mo Claudia - murmuró a continuación bajando la mirada a sus pies para ocultar bajo las sombras de la capucha de su manto el repentino rubor de sus mejillas. El hombre hizo una leve reverencia con la cabeza, cediéndole el paso hacia el interior.

- Buenas noches, Claudia, sé bienvenida a la casa de Lucrecia. Yo soy Cicerón. Por favor, sígueme; los dioses te han dado la oportunidad de que dómina atienda tus peticiones en persona.

La joven romana no pudo evitar pasear la mirada por los hombros del fornido esclavo. ¿Era un esclavo? Los esclavos atendían a los invitados cuando se presentaban en los hogares de los patricios, pero su amiga Aurelia le había dicho que Cicerón era el esposo de Lucrecia. ¿Sería el mismo? Si así fuera, Lucrecia era mujer afortunada por tener a este hombre junto a ella, era la viva imagen de un dios en la tierra. Sus manos parecían robustas, sus piernas firmes... ¿cómo sería el sabor de sus labios? Tenía el cabello negro, muy corto y un flequillo rizado sobre la frente amplia. Una sombra de barba cubría sus mejillas, su piel era del color oscuro de la arena de los campos, su altura prominente, las proporciones de su rostro perfectas; sus ojos, de un gris acero, eran como las dos espadas de un gladiador. Y su espalda, todos sus músculos descendían en perfectas líneas perdiéndose bajo los pliegues de su toga. Ese detalle, el de su túnica, le dijo que no era un esclavo y que se trataba del señor de la casa.

Claudia tuvo que detenerse un segundo para respirar, le estaba faltando el aire y el corazón le latía descontrolado en el pecho. Al mirar a sus pies se fijó en el impoluto suelo de mármol, tan brillante y pulido que envidiaría al de su propia casa. El impluvium estaba lleno de agua cristalina y un aroma a jazmines dominaba toda la casa. Le extrañó no encontrar murales pintados en las paredes ni mosaicos en el suelo, así como estatuas representativas de la familia Aria. El único adorno que encontró fueron las ánforas situadas sobre pedestales y columnas; pudo ver de pasada el dibujo de una de ellas y el rubor se extendió hasta sus orejas.

Continuó caminando detrás de Cicerón, con las rodillas temblando de manera evidente. Al cruzar unas cortinas le llegó un sonido apagado, muy suave, pero muy claro: un hondo suspiro. Se detuvo, llevándose la mano al pecho para contener el sofoco; el movimiento de su brazo provocó el roce de su túnica contra la piel de sus pechos y acabó por necesitar apoyo sobre la pared para evitar desmayarse de la impresión. Hizo gestos bruscos hacia Cicerón cuando este intentó acercarse para ver si se encontraba bien. Lo último que necesitaba era tener cerca a un hombre de sus carácteristicas cuando le estaban ardiendo la mente de fiebre.

- Un momento, por los dioses... Solo un momento - pidió. Cicerón no se molestó en disimular una sonrisa y Claudia interpretó que no era a la primera mujer a la que veía flaquear.

La cabeza de la muchacha daba vueltas. No comprendía la razón por la cual una terrible quemazón se concentraba en su vientre, arrastrándola a la perdición. Cuanto más se adentraba en aquella casa, la inquietud crecía, se enroscaba bajo su ombligo, subía por su espalda hasta su nuca para luego descender de forma abrupta hacia el interior de sus muslos. Era consciente de lo que estaba haciendo allí, sabía perfectamente lo que había ido a buscar; pero todo era insoportablemente delicioso y no lograba controlar su ansiedad. El domus, el hombre perfecto, los sonidos apagados, la cálida luz, la mezcla de aromas... todos sus sentidos se habían visto estimulados. Aurelia le había advertido que sería una experiencia tan inolvidable que al principio las sensaciones perdurarían en su mente durante meses y que mujeres con más talento que Claudia habían caído bajo el hechizo del hogar de Lucrecia. La propia Aurelia lo visitaba con frecuencia y lo recomendaba a todas sus amigas más íntimas. Este había sido el caso de Claudia. Reunió valor cuando pensó en su problema y en la razón por la que Aurelia le había hablado de este lugar; eso le dio fuerzas para dejar de temblar como una niña y avanzar junto al hombre con aspecto de dios que recibía por nombre Cicerón.

Las estancias privadas de la dómina Lucrecia eran espaciosas, repletas de cortinas de sedas, divanes y cojines bordados. Dominaba el carmesí y el oro, pero no era una decoración suntuosa; detrás de toda aquella opulencia se apreciaba la sencillez. Una esbelta figura con la piel del color de la luna se giró hacia ellos y Claudia sintió que no tendría fuerzas suficientes para seguir de pie. Cicerón se había colocado estratégicamente a su espalda y alzó un brazo para contener el traspiés de Claudia cuando la sublime Lucrecia Aria la miró con sus arrebatadores ojos verdes. No sintió celos de su belleza ni de su elegancia, no sintió envidia por las perfectas proporciones de su cuerpo, no sintió odio por estar delante de una mujer abrumadoramente hermosa. Sintió deseo. El deseo febril de que ella no dejase de mirarla jamás, de que no apartase nunca la mirada de la de Claudia. Fascinada, la muchacha sintió que estaba contemplando a la mismísima Venus; si Cicerón era un dios, Lucrecia iba más allá.

- Buenas noches, querída mía - saludó con la voz aterciopelada, acercándose a la paralizada Claudia. Lucrecia le tomó las manos y le dio dos besos, uno en cada mejilla. Tenía las manos y los labios fríos, pero el calor inundó las entrañas de la aturdida muchacha.

- Claudia - comentó Cicerón por ella.

- Ah, ¿la íntima de Aurelia? - Ella asintió, embelesada. Era Lucrecia una mujer de labios carnosos pintados de intenso carmesí, mejillas redondas, pómulos suaves, cabello negro y ondulante hasta la cintura que en ese momento llevaba completamente suelto. La túnica se vaporosa seda color ciruela era tan fina que podía verse a la perfección el cuerpo que cubría. - Ven, cielo mío, siéntate aquí, a mi lado. Cicerón, por favor... - hizo un gesto con la mano y el hombre las dejó a solas.

- Lucrecia, yo...

- No, no, pequeña - puso un dedo sobre los labios de Claudia, sonriéndole con amabilidad. - Primero espera a que te baje la fiebre. Luego, hablame de tu problema y la razón por la que has venido a mi. Te prometo una rápida solución y la seguridad de que nadie sabrá que has estado aquí a menos que salga de tus labios. - Después de una larga pausa, al ver que Claudia no hablaba, la dómina tomó la palabra. - Te haré unas preguntas sencillas, bastará con que asientas o niegues con la cabeza si no deseas expresarte en voz alta. ¿Buscas un hombre? - Claudia titubeó antes de afirmar, sin mirar directamente a la mujer. - Bien, eso está bien. ¿Deseas, quizá, más de un hombre? - La negación fue enérgica. - Un solo hombre, ¿deseas que sea extranjero o prefieres que sea romano? - Claudia levantó la cabeza y se encogió de hombros. - Está bien, Claudia. Dejame verte. Tranquila, estamos a solas, pero necesito ver tu rostro...

Con renuencia, Claudia se retiró el manto de la cabeza y bajó la mirada al suelo. Lucrecia la obligó a levantar el rostro y sus ojos recorrieron los pómulos de la muchacha... prestando especial atención a la cicatriz que cruzaba su mejilla desde la sien hasta la mandíbula. Sonrió de forma comprensiva y depositó un beso sobre la marca. Inmediatamente, un calor abrasador recorrió el cuerpo de Claudia y sintió la furiosa necesidad de mirar directamente a los verdes ojos de Lucrecia. Apenas sin darse cuenta de lo que le sucedía, la anfitriona deslizó sus labios por la cicatriz hasta rozar de forma casual la tierna boca de Claudia. Ella respiró el aroma de su piel, que olía a jazmín y dejó escapar un suspiro que Lucrecia recogió entre sus labios antes de besarla con suavidad. Nunca había besado a una mujer. Y tampoco a un hombre.

- Soy... vírgen - murmuró Claudia apartándose de los labios de Lucrecia. Ahora sus labios estaban tan calientes que no podía creer como es que antes los había notado más fríos que el granito en invierno.

- ¿Es por eso? - preguntó suavemente Lucrecia mirando el corte de su cara. Ciertamente era una herida horrible. Claudia no contestó y volvió a bajar los ojos. Sintió la cercanía de la mujer a su lado, que se apretaba a su cuerpo y volvía a acariciar su marca con los labios. - Dejame preguntarte algo, querida Claudia, ¿tus muslos se humedecen ante la presencia de un hombre? - susurró en su oído provocando un delicioso escalofrío. Un torrente de calor inundó el cuerpo de la chica, se sintió avergonzada y escandalizada a partes iguales por la forma tan descarada con la que ella había preguntado. Pero dijo "", sin poder emitir sonido. - Entonces, nada más importa. Si tu esposo Petronio no es capaz de tomarte, no te sientas desafortunada. Mis hombres son mejores que él, son un regalo de los dioses para tus sentidos - con un elegante movimiento, los dedos de Lucrecia acariciaron el blanco cuello de Claudia antes de descender hasta su pecho. La mano de la dómina estaba ahora caliente, no fría, y cuando situó la palma sobre su corazón, ambas pudieron notar los vigorosos latidos de Claudia. Suspiró y volvió a levantar los ojos hacia Lucrecia, que la miraba ahora con un brillo especial en la mirada. - Dime lo que deseas, Claudia. Quiero escucharte...

Claudia, demasiado ansiosa, se apretó al cuerpo de Lucrecia para susurrarle al oído. La dómina se inclinó para escucharla y, de forma instintiva, dos blancos dientes afilados surgieron tras sus labios sedientos...

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