Pura raza (IV)


Pura raza: Capítulo 4



      Leonette contempló el jardín desde los balcones del salón con el corazón rebosando melancolía. Ya había anochecido, estaba oscuro y llovía, y las luces del interior de la casa alcanzaban a acariciar las ramas de los árboles para dibujar sus siluetas con tonalidades plateadas y anaranjadas. Los cipreses se agitaban violentamente con el viento, sacudidos por una tormenta que ya duraba horas, y cuando un rayo cercano iluminó el jardín con un fogonazo, la muchacha se sobresaltó y se apretó las manos al pecho, luchando porque esas lágrimas que le escocían los ojos no brotaran.

Esa lluvia había arruinado el maravilloso día de caza que su padre había organizado con tanto entusiasmo desde hacía ya dos semanas. A ella le importaba un bledo que esa lluvia hubiese estropeado el viaje de los invitados de su padre porque para ella, esa lluvia había fastidiado el bello momento de permanecer apretada al musculoso cuerpo de su primer amante. Había tenido que dejar marchar al maravilloso Tom, al caliente y abrasador hombre al que todavía sentía entre sus piernas; tanto sus labios como su duro miembro todavía le provocaban hormigueos de placer en el estómago porque tal recuerdo era imposible de olvidar cuando el dolor y el gozo se habían mezclado de un modo perturbadoramente delicioso.

El vestido de noche le apretaba mucho. Sus pechos, todavía sensibles por las caricias y los besos -y los mordiscos y las succiones-, estaban atrapados en el interior del corsé y casi no podía respirar cada vez que suspiraba de amor. Apenas había probado bocado de la espléndida cena que habían servido para agasajar a los invitados, a modo de disculpa por la lluvia, rebajando el nivel de la magnitud de aquel desastre al de un simple contratiempo. Leonette evitaba en todo momento mantener una conversación demasiado larga cuando alguien se acercaba a saludarla, dando respuestas vagas y desapasionadas con la esperanza de que la dejaran tranquila, porque de lo último que quería hablar era de su futuro compromiso, un cruel recordatorio del destino contra el que deseaba luchar. Durante gran parte de la velada se mostró ausente, se moría de ganas de abandonar el salón para regresar a su habitación y recrearse en el recuerdo de su semental, el hombre que la había hecho por fin mujer y del que no se podía sacar de la cabeza ni de la piel. Después de que Tom se marchara para cumplir con sus obligaciones, Leonette permaneció tumbada en la cama tal y como él le había pedido que estuviera: desnuda, dolorida, húmeda y extremadamente sensible. Estaba ansiosa por sentir de nuevo sus caricias, sus manos, su cuerpo, su boca, cualquier cosa que él tuviera para ofrecerle. Esperó a que regresara, deseaba verle de nuevo para ofrecer su cuerpo y su amor sin reservas para que hiciera lo que deseara, para que abarcara cada centímetro de su ser entre sus grandes manos mientras la penetraba con ese miembro tan grueso y tan magnífico. Pero Tom nunca regresó porque enseguida comenzaron a llegar las doncellas avisándola de que debía prepararse para una cena.

Al principio se negó a abrirles la puerta, deseaba estar sola, deseaba que Tom le hiciera el amor hasta perder el sentido, durante horas, durante días; deseaba que permaneciera dentro de ella hasta que los músculos se le agarrotaran. Pero la severa doncella de su madre llamó con tanta energía a la puerta que Leonette abrió con el corazón acelerado por el miedo, porque sus nervios no aguantaron la presión de escuchar los golpes como si un ejército se prestara a echar la puerta abajo. La vieja mujer le informó de que la familia reclamaba su presencia en el salón, a causa de la lluvia habían regresado de la excursión de caza antes de tiempo y su padre había decidido organizar un pequeño baile para compensar el fatídico desenlace. Y ella no podía faltar a aquella cita, porque todos aquellos invitados estaban allí por ella, para la boda que se celebraría en menos de dos semanas. A regañadientes se metió en la bañera, tenía que lavarse, perfumarse y acicalarse para estar perfecta, espléndida. Pero eso significaba borrar de su cuerpo el recuerdo de Tom, el olor que todavía tenía pegado a la piel, el semen que se había derramado entre sus muslos, el sudor pegajoso que él había bebido con fruición.

Dos doncellas la asistieron en el baño, frotándole la piel con una esponja hasta dejarle la piel roja, eliminando de ese modo cualquier recuerdo que aún pudiera conservar. Ninguna de las mujeres descubrió su secreto, todas las marcas que Tom provocara en su cuerpo se borraron con el agua caliente debido a las enérgicas pasadas de esponja. Lavaron y perfumaron el largo cabello dorado, cepillándolo hasta que estuvo listo para que otra doncella le hiciera el peinado. A la hora de elegir el vestido adecuado para la cena le mostraron tres preciosos trajes, regalo de su prometido. Leonette arrugó la nariz, no deseaba los obsequios que le traía su prometido, prefería vestir solo piel antes que cubrirse con alguna de esas prendas. Uno de los vestidos era de un rojo muy intenso y brillante, con una falda plisada de encaje y un precioso busto con forma de flor. El otro era blanco, delicado y estrecho, con las magas de color crema y un rico bordado en la cintura. El último era dorado, lleno de ribetes y flores, con una falda muy amplia que caía desde la base de la espalda, realzando sus torneadas y esbeltas caderas. Eligió el último porque fantaseaba con la idea de que Tom se colase en la fiesta para verla y ese vestido sería de su agrado, porque moldeaba sus senos y mostraba cuan estrecha era su cintura. Pero una vez le cerraron el corsé tuvo que hacer un enorme esfuerzo por seguir respirando. Por supuesto que moldeaba su torso, estaba tan apretado que le oprimía el pecho y le ceñía la cintura de un modo espantoso. ¿Es que a partir de ahora tendría que aprender a no respirar? Recordaba lo libre que se había sentido sin ropa, como su cuerpo se agitaba con los penetrantes movimientos de su amante, como el aire que él exhalaba con cada suspiro le acariciaba la piel de los hombros y el cuello. Se sofocó debido al recuerdo, sus mejillas se nublaron de rojo y antes de que su respiración se agitara demasiado el corsé le cortó el aire. Tuvo que esforzarse por recuperar el aliento, si quería sobrevivir a la velada iba a tener que controlar sus emociones. Aun así, no todo era malo, porque ese era el mejor vestido que podía haber elegido, así nadie notaría que suspiraba de amor.

Leonette se llevó una mano al vientre cuando volvió a emocionarse al pensar en Tom. La música del salón de baile llenaba sus oídos de recuerdos ardientes mientras los invitados bailaban, inmunes, quizá, al poder sensual de la música. ¿Es que no escuchaban lo que ella escuchaba? ¿Cómo podían soportar las penas de la vida diaria sino podían encontrar placer en la música y en las sensaciones que ésta evocaba? Las hermanas de Leonette habían bailado con sus esposos, también con gran parte de los invitados y con muchos más familiares. Ella no había bailado todavía y retrasaba el momento lo máximo posible porque el vestido empezaba a ser muy molesto y no deseaba bailar con otra persona que no fuese Tom. Sonrió divertida imaginando a su amante bailar con tosquedad, pero enseguida esa imagen se transformó en una poderosa fantasía en la que él era un gran bailarín y ensombrecía a todos los demás. Pero no había visto a Tom entre los invitados. Aunque no fuese más que el entrenador de caballos de su padre, era un hombre respetable y muchas veces lo invitaban a participar en aquellas veladas, como cortesía; él siempre lo rechazaba. ¿Por qué habría de aceptar ahora una invitación? ¡Pues porque Leonette estaba allí! ¡Porque apenas unas horas atrás compartían jadeos, sudor y saliva y ahora necesitaba su presencia para respirar! Se limpió una lágrima del rabillo, se mordió el labio y dejó que la vista vagara por los jardines, los árboles sacudidos por la tormenta y la lluvia empapando los cristales de las ventanas. Leonette empatizaba con el temporal, cada vez deseaba con más ganas echarse a llorar hasta despellejarse las mejillas con las lágrimas.

—Buenas noches, querida Leonette.

Se le secó el llanto de inmediato.

—Buenas noches, señor Reynard.

Leonette volvió el rostro para saludar a su prometido, con el que no había intercambiado ni una palabra desde que comenzara la improvisada fiesta. Pero, en un día normal, tampoco hablaba mucho con él ya que, después de todo, tendría toda la vida para mantener todo tipo de conversaciones y era mejor ahorrarlas para el futuro que gastarlas antes de tiempo. Lord Reynard era un joven casi de su misma edad, con veinte inviernos sobre los hombres pero con un aspecto mucho más maduro que otros hombres adultos. La barba le creció pronto, de un color ámbar como su cabello, que mantenía cortada y bien cuidada sin utilizar los estrafalarios bigotes que estaban tan de moda entre los hombres. Los ojos, de un color acero parecido al de las hojas de los sables que su padre guardaba en una vitrina, hablaban poco de su personalidad salvo para reflejar una punzante inteligencia que a Leonette daba escalofríos. Si no odiara tanto a Richard Reynard habría dicho que era un hombre atractivo y, en otras circunstancias, no habría tenido problemas en aceptarle como esposo. Era rico y bien parecido, elegante, sofisticado, culto y más alto que cualquiera de los nobles que Leonette conocía. Además, tenía unas manos grandes, preciosas y una boca muy sensual, enmarcada por esa barba de tonalidades castañas y doradas que parecía como el pelaje de un tigre. Pero el rencor la cegaba, porque no deseaba a lord Reynard con la misma fiereza con la que deseaba a Tom y eso la disgustaba mucho, porque no le habían permitido elegir con quién casarse. Richard no tenía la culpa de su odio y no podía pagarlo con él siendo irrespetuosa, porque nunca se había portado mal con ella. Sin embargo los rumores sí que llegaban hasta su habitación y las doncellas decían que lord Reynard era un joven malvado de gustos oscuros. Al padre de Leonette esas cosas no le importaban, a él solo le importaba el dinero de los Reynard y una alianza entre las dos grandes familias sería muy beneficiosa para todos, aunque para eso tuviera que sacrificar a su hija más joven.

—Estás muy hermosa esta noche —dijo Reynard con una sonrisa galante. A otra mujer esa sonrisa le habría derretido el corazón, en cambio a ella se lo endureció. Aun así Leonette tuvo la deferencia de sonrojarse—. El color dorado te sienta de maravilla, ese vestido hace juego con tu cabello y con tus preciosos ojos. No he podido dejar de observarte durante toda la noche.

—Sois muy amable, lord Reynard.

Leonette siempre había mantenido las distancias con su prometido, jamás lo llamaba por su nombre y utilizaba las formas corteses; en cambio él la trataba con íntima familiaridad y ella había dado aquella batalla por perdida. Con un largo suspiro, el muchacho se situó junto a Leonette para contemplar los jardines azotados por la tormenta.

—Me encanta la lluvia —comentó el joven tras un largo silencio—. El sonido del agua golpeando los cristales de las ventanas, esa estampa fría mientras que en el interior nosotros estamos a refugio, el olor húmedo de la hierba que queda después, el aroma a tierra mojada...

—La lluvia consigue que un día soleado y maravilloso se estropee —dijo ella abatida, pensando en Tom y en el calor de sus brazos—. Después de todo ha estropeado la fantástica salida al campo que mi padre tanto deseaba —añadió después.

Reynard sonrió divertido, mientras sacudía la cabeza como restando importancia a lo que ella acababa de decir.

—Eso es lo que hace tan especial a la lluvia. Nos ha obligado a cambiar de planes, ya no es un día cualquiera sino uno lluvioso, con el cielo encapotado de un color muy limpio. Y gracias a la lluvia he tenido la oportunidad de verte con ese vestido que tan bien te queda.

La miró a los ojos y Leonette se mareó por la falta de aire, el corsé seguía estando muy apretado.

—Tenéis razón, lord Reynard.

Su corta respuesta hizo dudar a Reynard, que la miró con más atención.

—¿Acaso la lluvia ha estropeado tu día, Leonette? —preguntó él con una amable sonrisa. Ella no deseaba responder a su pregunta y trató de disimular su nerviosismo con una negativa—. No te preocupes, tras el paso de la tormenta volverá a salir el sol y podrás sentir sus cálidos rayos sobre las mejillas.

Lo que ella deseaba sentir eran los labios de Tom sobre sus mejillas, sus pechos y su sexo. ¿Cómo sería la sensación de hacer el amor bajo el sol, completamente desnudos y expuestos? El próximo miércoles, en su paseo semanal, montaría sobre Tom mientras dejaba que el sol le bañara el cuerpo.

—Te eché de menos ahí fuera —comentó su prometido tras una pausa—. Pensé que nos acompañarías a cabalgar durante la caza, sé lo mucho que te gusta montar.

—Me encontraba indispuesta.

—¿Y ya te encuentras mejor?

No deseaba seguir hablando con él así que no respondió, se limitó a mirar la lluvia. Reynard respetó su decisión de no hablar y permanecieron juntos un buen rato sin decirse nada ni mirarse, aunque Leonette sentía que Reynard no le quitaba los ojos de encima. Ella contempló los charcos que se formaban sobre el patio notándose cada vez más inquieta, no tenía nada que decirle a su prometido y no sabía cómo rellenar esos incómodos silencios. Y él no dejaba de mirarla, de estudiarla, de leerle la mente. ¿Podría ver bajo el maquillaje las marcas de los besos que tenía en el cuello? ¿Leería en su cuerpo que ya no era virgen?

—Estoy deseando que se celebre la ceremonia para estar a solas contigo sin que la incomodidad te domine —dijo entonces lord Reynard. Leonette contuvo el aliento y evitó mirarle a la cara—. Te ruego que me disculpes si estoy siendo demasiado atrevido, Leonette, pero cuento las horas que faltan para demostrarte lo feliz que puedo llegar a hacerte.

Leonette apretó las manos contra su corazón. No ponía en duda su sinceridad, desde que se conocieron él no había hecho más que colmarla de halagos, regalos y elogios, adorándola como a una diosa. Se sintió, de repente, un poco culpable por no amarle ni siquiera una pizca. Lo detestaba, ella amaba a otro hombre y no deseaba casarse con Reynard, por muy guapo y muy amable que fuera. Su sola existencia era un obstáculo para su felicidad, ¿cómo iba a hacerla él feliz? Solo si desaparecía Leonette podría ver cumplido su sueño de estar con Tom. Después de la boda Leonette iba a abandonar la casa de sus padres y ya no volvería a ver a Tom. Aquella certeza le partió el alma y su compostura terminó por quebrarse. ¿Qué sería de ella si no podía estar con Tom? ¿Si ya ni siquiera podría verle? ¿Se olvidaría él de ella yéndose de putas todos los días mientras ella se marchitaba como una flor en la sombra?

—Te has puesto pálida, ¿he dicho algo que te ha molestado? —preguntó Reynard colocando su palma caliente con mucha suavidad en el codo de Leonette. A ella la recorrió un crudo escalofrío de espanto, descubriendo que no deseaba ser tocada por él.

—No, lord Reynard… Es solo que no acabo de encontrarme del todo bien —susurró ella cerrando los ojos.

—¿Estás enferma? —preguntó él lleno de ansiedad—. ¿Te afecta el mal tiempo?

—Necesito regresar a mi habitación —casi suplicó Leonette tratando de zafarse, la atención de Reynard era incómoda y dolorosa—. Lo siento, no puedo seguir aquí… me falta el aire.

—¿Quieres que avise a una doncella?

Lo último que quería era montar un espectáculo en mitad de la velada, no deseaba atraer la atención de nadie. Negó enérgicamente.

—Solo deseo regresar a mi habitación.

—Te acompañaré —dijo ofreciéndose muy solícito, sujetándola por ambos codos para mirarla de frente.

—¡No! —exclamó Leonette demasiado alto. De inmediato bajó la voz otra vez sin saber muy bien qué excusa poner—. No es necesario, lord Reynard. No quiero molestaros.

—Nada de lo que hagas podría molestarme, Leonette.

—Lord Reynard, es importante que estéis aquí —replicó ella, nerviosa—. Esta celebración es en vuestro honor, para la de todos los invitados. No tenéis que preocuparos por mí, es solo que… necesito regresar a mi habitación. Disculpadme.

Se zafó de las manos de Reynard con gesto demasiado brusco y corrió hacia el pasillo notando como todos los invitados miraban en su dirección. Se agarró el corpiño con los dedos tratando de aflojarlo, la fuerza con la que el busto del traje se le apretaba al torso impedía que pudiera expandir el pecho. Se puso nerviosa pensando que quizá Reynard había salido tras ella, se detuvo y miró en dirección al salón pensando en alguna excusa con la que quitarse de encima a su prometido. Pero nadie había salido tras ella, todos seguían en el salón, ajenos a su tormento. Siempre había sido así, nadie prestaba atención a Leonette y ella acababa de convertir aquella horrible sensación de soledad en una ventaja, porque nadie le pediría explicaciones. Se agarró las faldas y corrió por el pasillo en dirección a las habitaciones, resollando sin aliento. Se cruzó con una doncella que intentó ayudarla pero Leonette la despidió con un grito ahogado y cerró la puerta de su habitación con llave para que nadie entrara. Más calmada, buscó unas tijeras en su cesto de costura para acabar con el problema de raíz. Odiaba el vestido y odiaba no poder respirar con él. Odiaba, también, que fuese un regalo de su prometido, porque era como un cruel recordatorio del destino que le aguardaba.

Se puso de espaldas ante el espejo y buscó los cordones del corsé bajo el corpiño. Había necesitado dos doncellas para ponerse aquel vestido y pronto descubrió que iba a necesitar la ayuda de al menos una persona para poder arrancarse aquella jaula del pecho. La hilera de diminutos botones que bajaba por la espalda cerraba muy bien el cuerpo del vestido, no había ni un solo resquicio por el que pudiera acceder al corpiño y aunque lo intentó varias veces no lograba cortar nada con las tijeras. Pensó en desgarrar el vestido por delante pero la tela era tan gruesa que no había forma de cortar. Lo intentó con las manos pero no tenía fuerza suficiente y después de veinte minutos de intento, estrelló las tijeras contra la pared frustrada por no poder quitarse el maldito vestido. Lo odió aún más, odió también a Reynard y se habría echado a llorar si al menos pudiera respirar para sollozar. Recuperó de nuevo las tijeras y se dispuso a cortar el vestido desde abajo, poco a poco. Solo necesitaba tranquilizarse y tomarse su tiempo, haría trizas primero la falda, luego el corpiño, se lo arrancaría pedazo a pedazo hasta que no quedara nada de él y luego lo echaría al fuego. Eso haría. Enarboló las tijeras, se agarró la falda y empezó a cortar de abajo hacia arriba.

De repente unos brazos la sujetaron por detrás, tan fuerte que ya no se pudo mover. Abrió la boca para gritar y una mano le cubrió los labios, cuando levantó las tijeras otra mano la sujetó por la muñeca tan fuerte que se le escaparon de entre los dedos, cayendo sobre la alfombra con un ruido amortiguado. Se le aceleró la respiración, provocándole una angustiosa asfixia, pues no terminaba de entender quién había logrado entrar en su habitación si había cerrado la puerta con llave.

—Te dije que te quería desnuda.

«¡Tom!»

Un poderoso alivio estuvo a punto de tumbarla por la falta de aire. Intentó hablar, explicarse, pero no podía hacerlo porque se estaba ahogando a causa de la emoción de encontrar a Tom en su habitación y además, él le había tapado la boca. Se removió tratando de liberarse de su abrazo, necesitaba espacio, necesitaba aire. Le golpeó los brazos para que la soltara y Tom la apretó más fuerte contra su pecho. Leonette se sintió todavía más mareada, el cuerpo caliente de su amante la embriagó y se revolvió para intentar explicarle que tenía que quitarse el vestido o moriría ahogada. Quizá Tom comprendió por fin lo que pasaba o tal vez solo quería verla desnuda, como fuese, las fuertes y enormes manos del hombre sujetaron el corpiño del traje y con un fuerte tirón, desgarró la mitad de la prenda. El aire entró en sus pulmones y Leonette recibió una profunda bocanada de aire que la dejó momentáneamente aturdida, instante que Tom aprovechó para inclinarla hacia delante y arrancar con sus propias manos las cuerdas del corsé. El sobrecogedor sonido de los corchetes y los cordones desgarrándose sacudieron la mente de Leonette y su cuerpo, liberado de la presión, se vio envuelto en un aluvión de acaloradas sensaciones. Aquella había sido la muestra de violencia más excitante que había visto nunca y se sintió tan emocionada que se le saltaron las lágrimas.

Con un movimiento brusco, Tom la lanzó sobre la cama, agarró lo que quedaba del vestido y terminó de romperlo con sus propias manos, con una rabia tan intensa que Leonette se mordió los labios de desesperación. Tom desgarró el traje en varios pedazos, lanzó el corsé al otro lado de la habitación y desnudó el cuerpo femenino a una velocidad abrumadora. Cuando metió la mano entre las piernas de Leonette, ella estaba empapada y ardiendo y volvió a experimentar la misma sensación de asfixia; esta vez ya no fue por culpa de un apretado corsé sino por la dura invasión de unos dedos grandes y poderosos que penetraron su sexo sin encontrar resistencia. Su cuerpo reaccionó de inmediato despertando como si hubiese estado adormecido todo ese tiempo, abriéndose como una flor tras recibir las primeras gotas de lluvia. Tom introdujo dos dedos en su interior curvándolos ligeramente hacia arriba y apretó la palma contra su clítoris, provocándole una violenta sacudida que sacudió su mente. Leonette inspiró hondo, mareada y emocionada, controlando las ganas de correrse con todas sus fuerzas porque deseaba disfrutar del tacto de Tom, de sus duras caricias, del calor que emanaba de él y la envolvía. Estiró las manos para tocar el cuerpo de su amante, lo sujetó por el pelo y con la misma violencia que estaba empleando él en ella, se lanzó hacia su rostro para hundirse entre los calientes labios masculinos, perdiéndose en su boca con el mismo deleite con el que se retorcía con sus caricias. Apenas se habían besado en sus anteriores encuentros y le gustaba mucho sentir en su lengua los sabores tan potentes que él desprendía, era una sensación emocionante y embriagadora a la vez, porque cada roce de lengua le traía recuerdos de cómo él jugaba con esa misma lengua en su sexo y se emocionaba al comprobar que no importaba dónde la tuviera metida, a Leonette le daba el mismo placer sentirla en la boca que en su sexo, cada pasada le hacía cosquillas en alguna parte del cuerpo que empezaba arder de un modo violento y doloroso.

Tom puso una mano sobre el pecho de Leonette para tumbarla sobre la cama sin dejar de mover los dedos en su interior, tocando un punto muy concreto dentro de ella que comenzaba a dejarla ciega. La invasión era dolorosa y apremiante, ella prefería sentir sus dedos ásperos acariciándole los sensibles y mojados pliegues, pero le gustaba de igual manera la forma en que le estiraba los músculos hasta provocar un ardor tirante que se extendía hasta su vientre. Tom se apartó de su boca y aceleró implacable los movimientos que hacía con la mano, Leonette se llevó las manos a la cabeza y toda la impaciencia que había acumulado se desbordó con un subrepticio orgasmo que fue intenso y humillantemente corto. Con las primeras palpitaciones Tom retiró los dedos empapados y se quedó mirándola mientras ella temblaba, vulnerable y expuesta, hasta que su estómago dejó de sacudirse sin que los rescoldos del deseo se hubiesen apagado del todo. Leonette se sintió avergonzada. Siempre se sentía así cuando Tom la poseía y se quedaba observando cómo su entereza se desmoronaba, como su cordura y contención desaparecía y se transformaba en un animal sensible que reaccionaba según sus apetencias. Leonette siempre había sido una chica virtuosa y comedida con sus emociones, pero cuando se trataba de Tom perdía la cabeza, sucumbía con facilidad, reaccionaba de forma alocada y sin control. No le importaba en absoluto rendirse al gozo con él, porque solo cuando su cuerpo empezaba a arder y a mojarse, se sentía viva. Y también sentía miedo, empezaba a ser consciente de lo mucho que su complacencia dependía de él.

Consiguió calmarse un poco mientras respiraba lentas bocanadas de aire. Se dio cuenta de que Tom continuaba mirándola, sujetándola por los muslos para observar con atención su sexo. Ella se pasó las manos por la cara notando como había empezado a sudar, algunos mechones de cabello se habían soltado del peinado y se le pegaban a la frente y a las mejillas. ¿Cuánto tiempo había tardado Tom en causarle aquel orgasmo? La había desnudado y despojado de toda decencia en segundos, aunque ahora parecía querer tomarse las cosas con calma, dada la forma en que clavaba los ojos en su anegado sexo.

—Debería castigarte —dijo entonces, recorriendo el resto de su cuerpo con la mirada hasta hundir los ojos en los de Leonette.

A ella se le contrajo el vientre por la impresión.

—¿Por qué? —susurró con la voz un poco rasgada.

Tom emitió un gruñido y rodeó sus tobillos con las manos para separarle aún más las piernas y poder observarla mejor. Leonette enrojeció. «Estoy abierta para él», se dijo. «No hay nada de qué avergonzarse». Con una sonrisa se acomodó sobre el colchón sintiendo como su sexo se contaría con violencia ante la oscura mirada del hombre.

—Leonette, te pedí que permanecieras en la cama desnuda y mojada hasta que volviera. Y no lo has hecho. Te he estado esperando.

Ella tembló. ¿Estaba enfadado Tom?

—Vinieron a buscarme —tartamudeó asustada—. Me obligaron a asistir al baile. He pasado horas allí abajo pensando en ti, en tu olor, en la sensación de tu piel contra la mía —musitó apretándose los pechos con las manos cuando sintió que sus pezones se ponían tirantes—. En tu sexo dentro del mío… He vuelto en cuanto me ha sido posible, no me dejaban en paz. Perdóname, por favor.

—Te perdonaré cuando te haya castigado.

—Tom… —ronroneó extasiada—. Ya estoy desnuda y mojada, por ti. Deja de hablar y castígame si eso es lo que deseas. Hazlo ya. No puedo soportar más tiempo sin que me toques.

Tom emitió un gruñido y esbozó lo que a Leonette le pareció una sonrisa traviesa, una mueca un tanto escalofriante que a ella le provocó un febril suspiro. Cerró los ojos cuando sintió que su sexo empezaba a arder de necesidad y se lo cubrió con la mano para apaciguar las llamas, frotándose los pliegues con los dedos para aliviar el calor. Sintió lo empapada que estaba, lo sensible e inflamado que tenía el sexo y se exploró a sí misma como tantas veces había hecho. Esta vez Tom la estaba mirando y se deleitó con la sensación de ser observada mientras se acariciaba de un modo íntimo.

—No hagas eso —protestó él, furioso.

Leonette deslizó una ávida mirada por el musculoso pecho de Tom, deleitándose con los músculos que se trenzaban alrededor de su majestuosa osamenta. Tenía el torso amplio, los hombros tan anchos que ocultaban toda la luz, el vientre tan plano y tan duro como una pared. Indagó su musculatura un poco más abajo y se sintió decepcionada al comprobar que todavía llevaba los pantalones puestos, conteniendo allí dentro su magnífico y enorme miembro, ese con el que no dejaba de fantasear. Leonette se pasó la lengua por los labios deseando metérselo en la boca. Deseaba sentir su grosor abriéndose paso hasta su garganta, deslizándose por su paladar, frotándose contra sus dientes y apretándose a su lengua. Sacudió la cabeza, sorprendida por tener aquellas primitivas necesidades. No estaba segura de comprender el alcance de su enloquecida necesidad, deseaba con increíble ansiedad sentirse penetrada por él tanto por un lado como por otro. Eran dos formas distintas de sentirle, por un lado carne dura contra carne blanda, la envergadura de su miembro abriéndola en dos mitades mientras se deslizaba hacia el centro de su cuerpo, provocando escozor en su sexo; por otro, una mezcla de sabores, el roce de su corona contra la garganta, un tipo de escozor diferente que le provocaba un intenso ardor en el pecho.

—Tócame, Tom —suspiró ella acariciándose el sexo, incapaz de contener la lujuria. Con un suspiro deslizó su otra mano por el pecho y se pellizcó un pezón—. Castígame, por favor.


El hombre lanzó un gruñido y la hizo girar sobre el colchón. Sorprendida, Leonette ahogó un chillido que rápidamente se transformó en un gemido cuando Tom hundió la cara entre sus nalgas y deslizó la lengua por todo su sexo, de un extremo a otro. Leonette sintió cada centímetro recorrido con el estómago encogido por la impresión, hundió la cara en el cobertor de la cama sintiendo que el mundo empezaba a dar vueltas muy deprisa y su cuerpo entraba en combustión. Tom deslizó una mano por su espalda y la agarró por la nuca, enredando los dedos en su peinado para sujetarla. Le tiró del pelo al tiempo que la devoraba con pecaminosa precisión, cubriendo de saliva toda su piel. Leonette se mordió los labios para no chillar, una cálida humedad le resbaló entre los muslos y trató de averiguar si eso que le bajaba por la piel y que le hacía cosquillas era la saliva de Tom o sus propios fluidos descendiendo copiosamente hacia sus rodillas. Cerró los puños cuando toda su piel comenzó a arder, su cuerpo se convulsionó al ritmo de la lengua masculina y se clavó los dientes en los labios para no gritar de placer. Tom empezó entonces a acariciarle el inflamado clítoris mientras concentraba los besos y las lamidas en su sexo, empapándola, empapándose. Leonette chilló cogida por sorpresa y recibió un tirón en el pelo que provocó un intenso hormigueo. Le bajó por todo el espinazo y la hoguera iniciada en su sexo rugió con fuerza, su sangre fluyó tan espesa que le abrasó las venas y su corazón bombeó tan rápido que creyó que se le pararía. Cuando Tom le tiró de nuevo del pelo sufrió otro latigazo de placer y respiró hondo varias veces para concentrarse. No quería volverse loca pero temblaba sin control, su cuerpo se convulsionaba invadido por una primitiva y desconocida lujuria y la piel le ardía, se le estiraba como si se fuera a romper.

—No grites —increpó Tom con brusquedad, tirando de nuevo de su pelo.

Leonette se clavó los dientes en la boca, agitando la cabeza para afirmar que lo había escuchado. Ahogo un agudo gemido cuando Tom comenzó a deleitarla con unas intensas caricias en su orificio trasero, usando la lengua con la destreza de quien sabe lo que hace. Se le escaparon las lágrimas al pensar a cuantas mujeres habría hecho llorar de placer antes que a ella pero enseguida tuvo que esforzarse por no hacer ruido, cuando sus lamidas se volvieron duras y penetrantes. El fuego de su interior alcanzó proporciones de incendio cuando deslizó dos dedos en el interior de su sexo y comenzó a acariciarla otra vez de esa manera tan apremiante. Cesaron los besos y Tom estiró de nuevo de su pelo con fuerza, sin dejar de meter y sacar los dedos del interior de su sexo, imitando el movimiento que haría su miembro. Cada vez que sus yemas rozaban un punto al salir, el estómago de Leonette se le encogía y sus pechos se ponían un poco más tirantes hasta tal punto que le ardieron los pezones de un modo demasiado doloroso para soportarlo. Se le escaparon unos sollozos y Tom volvió a tirarle del pelo, un recordatorio de lo que no debía hacer. Retorció las caderas muerta de placer, no podía soportarlo, necesitaba gritar a los cuatro vientos el gozo que sentía. El placer creció hasta cegarla y notó como se formaba una ola en su interior, tan alta que empezó a temblar de miedo pensando que desmoronaría. Justo cuando ya creía que obtendría el ardiente alivio, Tom apartó la mano y descargó una palmada en su trasero, tan fuerte que la tumbó sobre la cama.

—De rodillas —exigió tirándole del pelo—. Abre bien las piernas.

Leonette parpadeó confundida, con la sangre acumulada en todas las zonas sensibles de su cuerpo y su sexo ardiendo. Se esforzó por obedecer, aunque lo primero era respirar y seguir consciente. Estaba demasiado impresionada por el desarrollo de los acontecimientos como para negarle nada a Tom. Se removió hasta clavar las rodillas en el colchón y separó los muslos. Su amante acarició su nervioso sexo de un extremo a otro y al final del recorrido penetró su trasero con fuerza con un dedo, hasta que Leonette sintió la base de la mano.

—Oh, Dios… —gimió asombrada.

Tom empezó a mover la mano hasta que todo se hizo borroso para ella y los músculos internos de Leonette se ablandaron con las penetraciones. Apenas tuvo tiempo de asimilar lo que le estaba haciendo, no tuvo tiempo de sentir pudor o vergüenza, pronto aquel roce fue la caricia más intensa de su vida y el gozo alcanzó unas cotas nunca antes conocidas. Aquello era demasiado bueno para ser verdad, era deliciosamente indecente a la vez que increíblemente intenso. Sufrió un calambre en los riñones que conectó con un tirón de pelo en la nuca y fue consciente del cúmulo de humedad que le resbaló entre los pliegues como reacción. Gimió con los ojos anegados en lágrimas sin entender lo que ocurría, sin comprender porque sentía tanto placer, asombrada y aterrorizada a partes iguales. De nuevo, justo cuando Leonette creía que su cuerpo estallaría con un orgasmo devastador, Tom sacó los dedos de su interior y palmeó su trasero con un golpe seco que reverberó por toda la habitación. Después, Leonette escuchó como se abría el cinturón y el pulso se le aceleró con la anticipación.

Estaba tan húmeda y tan excitada que Tom deslizó su miembro dentro de ella con facilidad, hasta el fondo. Leonette abrió los ojos con un grito atascado en la garganta, sintiendo cómo con cada centímetro de recorrido sus músculos se estiraban, abriéndose. Qué grande era. Sufrió igual, o quizá más, que la primera vez, porque la anchura de su verga era demasiado para un cuerpo tan pequeño como el suyo. Tom era enorme en todos los sentidos y ella apenas podía albergarle, pero era ese dolor, ese punto de salvaje agonía lo que más le gustaba. Tom era rudo, brusco y exigente, y por eso se había enamorado de él, porque no la trataba como una flor de invernadero sino como un hombre tiene que tratar a una mujer, con pasión y desenfreno. Así se sentía ella, amada con pasión, querida y adorada por un hombre que sabía cómo tratar a una mujer. A ella no le gustaban los regalos, los vestidos, las joyas o el arte; ella prefería el amor carnal, un tipo de amor despojado de falsedad que solo con un roce de piel podía significar mucho. Con el sexo no había mentira posible. Tom, por mucho que quisiera camuflar su pasión haciéndole cosas dolorosas e indecentes, no podía engañar a Leonette. Sus instintos movían sus acciones, no había nada más puro y más real que dejarse arrastrar por la naturaleza de sus apetitos, sucumbiendo a los oscuros anhelos del corazón.


Un nuevo tirón de pelo la arrancó de su fantasía, no habían acabado y Leonette sabía que Tom se tomaría su tiempo. La estaba castigando. Enseguida se vio obligada a luchar por mantenerse cuerda, cuando Tom, sujetándola de la trenza medio desecha con una mano y de la cintura con la otra, empezó a mover las caderas como un semental desbocado. Primero fueron suaves topetazos con los que amoldarse al estrecho interior de Leonette, después la embistió con tanta fuerza que cada vez que llegaba al final Leonette lo veía todo blanco. El cuerpo se le cubrió de un sudor pegajoso, se agarró al cobertor de la cama para aguantar los empujones y se recreó en los golpes que le causaba su glande en una zona tan profunda que podía sentir en la base de la garganta, por no hablar del infierno desatado en su vientre cada vez que él frotaba su corona en el lugar más íntimo de su cuerpo. Estaba tan sensible que sentía cada vena y cada línea de músculo rozarse en sus paredes internas y empezó a gritar. Tom refrenó los movimientos y tiró tan fuerte de su pelo que la obligó a levantar el torso. Leonette se equilibró sobre las rodillas y movió las manos buscando algo a lo que sujetarse. Sintió que se le agarrotaban los muslos mientras el cambio en el ángulo la hacía más consciente de lo profundo que estaba enterrado Tom.

—Contrólate. No grites —gruñó el hombre en su oreja. Pegó una mejilla caliente y mojada a la de Leonette y ella inspiró hondo para empaparse con su olor—. Nos oirán si sigues gimiendo.

—No puedo callarme —gimió aplastándose contra el pecho húmedo de Tom, pegándose a su piel pegajosa para mezclar su sudor con el de él, deleitándose con los músculos vibrantes por el esfuerzo—. Es demasiado… me gusta mucho… me encanta todo lo que haces… No puedo controlarme cuando se trata de ti.

Se retorció lo suficiente para alcanzar la boca de Tom y se hundió dentro de ella con desesperación. Él reaccionó dándole unos azotes en las nalgas mientras embestía tan fuerte que le alzaba las rodillas de la cama, provocando que el cuerpo de Leonette se sacudiera con violencia. Ella ahogó sus gemidos mordiéndole los labios a Tom, metiéndole la lengua tan dentro como él metía el pene dentro de ella. Estaba a punto de tener un orgasmo cuando Tom la empujó contra la cama y detuvo los movimientos. Leonette se agitó buscando ese roce que la impulsaría hacia las estrellas y él la sujetó por los muslos, impidiéndole hacer nada, resollando como un animal. La tensión que emanaba del cuerpo masculino le oprimió el corazón, lo miró por encima del hombro buscando una explicación pero estaba tan cegada por la lujuria que solo vio una mancha borrosa. Supo lo que iba a suceder a continuación y trató de impedirlo, pero no tuvo tiempo. Tom se salió de ella y derramó un ardiente y abundante chorro de semen por toda su espalda, emitiendo unos gemidos que enloquecieron a Leonette, mientras frotaba su ardiente pene entre sus nalgas. Ella se enfureció al verse privada de aquello que tanto deseaba, reducida a sentir sus palpitaciones fuera de su cuerpo. La sensación de su semen sobre la piel la agradaba pero no podía compararse con la de sentirse desbordada por dentro, con ese abundante licor resbalando entre sus sexos mojados.

Sin pensarlo, se giró sobre la cama y aprovechó el impulso para darle una bofetada en la cara. Tom la sujetó por la muñeca antes de que pudiera golpearle y ella chilló, frustrada.

—Es tu castigo —dijo él.

Leonette, indignada, intentó abofetearlo con la otra mano y Tom la agarró también.

—No me hagas esto —gruñó rabiosa, revolviéndose para liberarse—. No seas injusto… Intenté quedarme, te lo juro. Te esperé durante mucho tiempo, pero tardaste demasiado, no es culpa mía que vinieran a buscarme. Deberías haber estado aquí, deberías haberte quedado conmigo en lugar de huir como haces siempre. Yo nunca he huido de ti. ¿No lo ves? Yo te quiero como nadie te va a querer jamás… eres mi semental…

Sus protestas se transformaron en súplicas, la rabia en tristeza y dejó de forcejear, aceptando con todo el dolor de su corazón el cruel castigo de Tom. Le dolía el sexo. Mucho. Y los pechos. ¡Dios! Aquello era insoportable.

—Odio hacerte llorar —dijo él entonces—. Cuando lloras de placer sollozas incapaz de soportar el gozo y te ahogas. Ahora mismo tienes los ojos brillantes, las mejillas negras de pintura y el pelo pegado a la cara. No soporto verte así porque no merezco ni una pizca esa expresión de deleite que me dedicas cuando follamos. Te miro y solo deseo meterte la polla en la boca para que me aprietes con esos labios emborronados…

—Hazlo —pidió ella con los ojos brillantes, deslizando una mirada por su cuerpo hasta el lugar en el que tenía los pantalones abiertos y el pene erecto y grueso asomando por encima de la tela. La había follado con los pantalones y las botas puestas. Se relamió los labios de gusto, qué estampa tan erótica—. Quiero hacerlo —insistió.

—No.

—¿Qué tengo que hacer para demostrarte lo mucho que me gusta que me folles? ¿Qué tengo que hacer para demostrarte lo mucho que deseo tenerte dentro de mí de todas las formas posibles? Me encanta como me penetras, me haces daño y eso me gusta. Y me gusta tu sabor, me gusta tu semen, beberlo hasta atiborrarme. Cuando me baja por la garganta está tan caliente que me abrasa el corazón…
Se impulsó hacia él y Tom la frenó apretándole las muñecas y mirándole con expresión tormentosa.

—Mientras te esperaba he tenido tiempo para pensar…

—¡Deja de pensar, puñetas! —gritó Leonette, ofuscada. ¿Por qué pensaba tanto? ¿Por qué se contenía siempre? Estaba cansada de luchar contra su tozudez—. ¿Qué quieres pensar? Eres un semental y yo una yegua en celo. No oculto lo que soy, ¿por qué te ocultas tú?

—Por tu bien —respondió Tom furioso—. Porque vas a casarte.

—No voy a hacerlo —contestó ella con una decisión que no sentía. Todavía no sabía cómo solucionar aquel problema pero ya se ocuparía en algún momento. Ahora tenía otras necesidades más urgentes—. Llegado el momento me fugaré contigo para follarte día y noche hasta el día en que me muera.

Tom la tumbó sobre la cama recostándose encima de ella, mirándola fijamente para rebatir su argumento con una respuesta contundente. Leonette se tranquilizó al sentir su estómago duro presionando contra su vientre y separó los muslos más que dispuesta a obtener el placer por si misma aunque fuese restregando su sexo contra el vientre masculino.

—Piensa en cómo vas a follarme esta noche Tom —ronroneó ella, envalentonada. Había perdido la vergüenza por usar palabras como esas—. Eso es en lo único que tienes que pensar.

Tom impuso su cuerpo sobre el de ella moviendo las caderas y le sujetó ambas muñecas con una mano mientras con la otra le separaba los pliegues para introducirse dentro de ella.

—Oh, sí… —gimió arrobada—. Mi semental.

Su cuerpo se curvó de placer ante la invasión de Tom y gimió hondo. ¡Por fin!

—No grites —protestó él frotándose contra un punto de su interior.

—Quiero follar contigo al aire libre para gritar lo mucho que te quiero —suspiró con la piel de las mejillas ardiendo.

Tom hundió la cara en su cuello y empezó a embestirla con un ritmo lento pero contundente. Leonette se dejó envolver en aquel placer con rapidez entregándose a las cálidas sensaciones del sexo. Cuando se corrió, Tom acalló sus gemidos con un beso profundo, penetrándola con vigor. Mientras ella aún palpitaba, se levantó de la cama para desnudarse por completo y se sacó el cinturón. Leonette lo vio hacer sintiéndose fuera de su cuerpo, pues el éxtasis todavía le recorría la sangre. Tom le ató las muñecas juntas con el cinturón y luego tiró del extremo obligando a la muchacha a bajar de la cama. Leonette fue empujada fuera del colchón y aterrizó a duras penas con los dos pies en el suelo. Cuando Tom volvió a tirar de ella no tuvo más remedio que adelantar un pie para no caer de bruces, sintiendo como el cuero del cinturón le mordía la fina piel de las muñecas.

—¿Tom? —preguntó, indecisa, mareada.

—¿Tienes miedo? —preguntó a su vez él.

—Sí…

—Eso es bueno. El miedo te mantiene alerta. Serías una estúpida si no lo tuvieras.

—¿Qué vas a hacer?

—Enseñarte lo que me gusta de verdad.

Tiró del cinturón una vez más y Leonette fue empujada contra la mesita sobre la que acostumbraba a tomar el desayuno. Tom barrió lo que había sobre la mesa con el brazo, tiró del cinturón y Leonette acabó con el pecho aplastado contra la mesa. Escuchó como él contenía la respiración justo antes de descargar un golpe contra sus nalgas, utilizando la palma de mano, tan fuerte que le dejó la piel enrojecida y dolorida. Picaba. Mucho. El siguiente fue todavía más doloroso. Se tragó las quejas y los sollozos, prefería mil veces aquella azotaina que verse privada del sexo con Tom. Se aferró a aquello, a la promesa de su miembro expulsando calientes riadas dentro de su cuerpo, a su semen resbalando por sus muslos haciéndole cosquillas. Los golpes fueron más dolorosos que aquella otra vez en la capilla, estaba tan absorta en el placer que no se dio cuenta pero ahora era muy consciente de lo que sucedía y se revolvió para que los golpes no impactaran contra las zonas más blandas y sensibles. Al final, protestó.

—Me haces daño —gimió con los ojos llenos de lágrimas.

Tom acarició los golpes con su mano caliente, convirtiendo el dolor en un cálido hormigueo que le bajó hasta los tobillos. La acariciaba como cuando acariciaba a las yeguas en el establo, con largas pasadas, como deleitándose con su pelaje. Ella se relajó al instante. Cuando se apartó, dejándola desmadejada sobre la mesa, Tom fue a buscar el vestido hecho trizas para coger un pedazo. Se acercó a Leonette y le cubrió la boca con él.

—Ahora ya puedes gritar todo lo que quieras —le dijo.

Cogiéndola por la cintura la apartó de la mesa mientras él se sentaba en el enorme sillón en el que Leonette pasaba las tardes leyendo junto al mirador. Observó el cuerpo del hombre en contraste con la delicada tapicería y cerró los ojos invadida por el deseo.

—Ven aquí.

Tom señaló su regazo mientras se cogía el pene con el puño. Leonette encogió los dedos de los pies, subió al sillón y se situó a horcajadas encima de Tom.

—Ahora, móntame, Leonette. Muévete cómo te he enseñado a moverte.

Asintió, gustosa, sintiéndose como una niña a la que por fin dejan jugar con su juguete favorito.


2 intimidades:

  1. Genial, que bueno que continuaste con esta historia... Escribes de maravilla... Consigues transmitir todas las emociones de los potagonistas con mucha intensidad... Eres una escritora increible... Sigue así llegaras muy lejos

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  2. Me ha encantado. Sabes describir a la perfección esas escenas subidas de tono sin caer en la vulgaridad y al ritmo adecuado. Escribes realmente bien, te felicito.

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